Más abajo encontrarás los 3 primeros capítulos GRATIS de mi novela juvenil gay Primeros Acordes. Y si quieres saber si esta historia es para ti, empieza por la sinopsis:

Cinco chicos de entre 13 y 14 años caminan por la calle conforme cae la tarde. La mezcla es peculiar. Dos de ellos son los más populares de la clase, otros dos son unos empollones y por último está David, el chico raro y gordito que llegó nuevo el curso pasado.
Los cinco guardan un secreto que no pueden desvelar hasta el último día de clase del trimestre, cuando se celebrará el festival de Navidad de la escuela.
David es el que peor lo lleva, porque también esconde otros secretos que no puede contar a sus compañeros: lo que le ocurrió en el anterior colegio y por qué a veces se comporta como lo hace.
A David le gustan los chicos. Su familia le echa en cara que sea tan sensible, fue víctima de acoso escolar y no para de compararse con el resto. Lo único que quiere es sobrevivir en el nuevo colegio, que la voz de su cabeza deje de decirle cosas horribles sobre sí mismo y, tal vez, tener amigos. Esa es su mayor obsesión: la amistad.
Esta novela es un bonito viaje hacia la autoestima y el autodescubrimiento de un adolescente gay. Trata de cómo la sensibilidad te acerca a personas diferentes a ti, de los compromisos y aprendizajes mutuos, de la aceptación de las diferencias y de lo descarnados que pueden ser los mensajes que recibimos desde pequeños.
Una historia conmovedora y a veces irónica que te emocionará y te tocará el corazón. Porque todos tuvimos trece años una vez.
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CAPÍTULO 1
Empujé la puerta de los baños de la planta baja del colegio. Fuera, los pasillos estaban en silencio. Los alumnos de los cursos inferiores estaban en clase y los de los superiores estaban jugando en el patio, pues era la hora del recreo.
El conserje nos tenía prohibido entrar a aquellos baños del interior del edificio durante la media hora de descanso, pero a mí me gustaba colarme en ellos cuando él no estaba atento. Me negaba a usar los baños que había en el patio, junto al comedor. No era una manía. Más bien eran traumas de un pasado no muy lejano.
Al abrir la puerta y entrar, detecté un apocado llanto chocando contra las paredes alicatadas de azulejo blanco. Me sorprendió escuchar aquellos sollozos, que murieron en el silencio cuando mis pasos resonaron en el suelo.
Llevaba los dedos manchados de crema de cacao. Me había comido uno de esos bollos industriales que comprábamos en la cafetería del colegio al inicio del recreo. Tenía que lavármelos para no mancharme ni el abrigo, ni el jersey azul, ni el cuello blanco del polo del uniforme de la escuela. Mi padre era bastante estricto con lo de poner lavadoras entre semana.
Me acerqué a uno de los tres lavabos blancos que quedaban en la pared derecha. Accioné el grifo sin dejar de rastrear a través del espejo que quedaba frente mí la parte baja de los cubículos. Estaban a mis espaldas y quería saber si se atisbaban unos zapatos por debajo de las puertas.
¿Quién estaría llorando allí?
Podía ser un niño de cualquier curso. En el recreo coincidíamos los de sexto, séptimo y octavo de EGB.
—¿Hola? —dije con ciertas reservas.
No obtuve respuesta.
Por un momento, mi mente divagó hacia las historias de fantasmas que se contaban en el colegio. Se decía que en los sótanos vivía el espíritu de una alumna fallecida que se suicidó tirándose desde una de las ventanas del último piso.
Aparté esa tontería de mi cabeza. Historias así estaban muy de moda desde que mis compañeros y compañeras hacían circular aquellos libros de una colección titulada Pesadillas.
Agité las manos para sacudirme el agua, notando la presión del silencio en mis oídos. También olía a lejía y orines, lo que me traía malos recuerdos a la memoria. Aquel aroma solía reinar en el baño de chicos de cualquier escuela. ¿Olería igual en el baño de las chicas?
Me sequé las manos en el pantalón azul marino del uniforme, ya que aquel colegio, por muy privado que fuese, era bastante cochambroso para algunas cosas, como tener secamanos o, al menos, papel.
Parecía mentira que a veces un colegio público, como al que yo había ido antes de llegar allí, tuviera mejores instalaciones que aquel. Y las mensualidades para estudiar allí no eran precisamente baratas.
—¡Hola! —dije de nuevo—. ¿Estás bien? ¿Puedo ayudarte? —esperé un momento para ver si obtenía respuesta, pero sólo hubo silencio—. ¿Necesitas que avise a alguien? —volví a decir, quedándome callado en espera de alguna contestación.
Tras largos segundos, una voz congestionada respondió.
—¡Vete! —Me exhortó una voz de chico.
Arrugué el ceño e intenté reconocer de quién era.
Podía ser de cualquiera. Tampoco es que yo tuviera muy buen oído. Aunque, a pesar de la gangosidad con que sonó a causa del llanto, la voz me resultó ligeramente familiar.
Me quedé quieto. Pensando en qué hacer.
Según mi familia, yo no era el culmen de la astucia y la inteligencia. Mis primos y mis tíos siempre me habían tenido por un niño charlatán y pesado. Incluso mi padre me señalaba bastante mi carencia de picardía.
Tenía trece años y, técnicamente, era un pringado.
Todavía no había conseguido arreglar la falta de astucia dentro de mi cabeza. Había intentado ser más rápido mentalmente, pero mi madre siempre había insistido en que era un niño al que le falta sangre en las venas.
Mis sangrados de nariz de vez en cuando demostraban que sangre tenía, pero a lo mejor se movía más lenta en mis venas y arterías que en el resto de la humanidad.
Por otra parte, lo de ser un charlatán y un pesado había sido más fácil de solventar. En los últimos años había aprendido a guardar silencio. Mis compañeros del anterior colegio me habían enseñado a hacerlo para evitarme líos con ellos. Aunque no siempre funcionaba.
Había descubierto que si estabas lo suficientemente callado, podías llegar casi a desaparecer para los demás. No era un método infalible, claro. Y en grupos pequeños como la familia, solía fallar. Sobre todo con primos como los míos, cuya principal fijación era meterse conmigo.
Sin embargo, a veces me llegaban ciertos fogonazos de clarividencia astuta. Como en aquel momento, en aquel solitario baño del colegio con aséptico y contradictorio olor a lejía con pis.
Me quedé quieto un instante, observando mi cara redonda y gordita en el gigantesco espejo rectangular que ocupaba la pared de los tres lavabos. En mi pelo liso y rubio ceniza, cortado a tazón como era la moda, continuaba mi raya en medio. No había ido a ningún sitio gracias a la espuma que me ponía cada mañana.
Di unos pasos hacia la puerta de los baños y la abrí. No salí al pasillo. La cerré de nuevo. De esa forma, el ocupante del cubículo pensaría que me había marchado y saldría de su escondrijo.
Mi trampa no tardó en surtir efecto.
La puerta del último urinario se abrió con fuerza. De allí salió quien menos esperaba.
Ignacio, uno de mis compañeros un año mayor que yo, pues era repetidor, tenía los ojos y la nariz hinchados. Con sus largas piernas, dio dos zancadas y se plantó frente al lavabo que quedaba más lejos de donde yo estaba.
Se miró al espejo y dio un respingo de sobresalto al reparar en mí.
—¡Joder, David! —exclamó fastidiado, al verme.
—Lo… ¡lo siento! —titubeé.
Pensé a toda velocidad en el suicidio social que aquello podía significar. En todos los problemas que podría acarrearme aquel desafortunado encuentro.
¡Imbécil! Tenías que haberte ido, habló una voz en mis adentros.
No todos los días te encontrabas al chico más popular y deseado de la clase (o incluso de los últimos cursos), encerrado y sollozando en uno de los baños.
A Ignacio Román no debía de hacerle ninguna gracia que alguien se enterara de que estaba llorando en uno de aquellos cubículos mientras el resto de sus amigos de clase jugaban al fútbol en las pistas de deporte.
Fuera de mostrarse amenazante, me ignoró.
Debió de detectar la sangre congelada en mis venas y mi cara de conejo a punto de ser atropellado.
Accionó el grifó y empezó a lavarse la cara con el agua fría que salía de aquellos lavabos. Al terminar, gotas chorreaban por todo su rostro e incluso por su flequillo negro en forma de tupé.
En vez de huir corriendo, yo seguía allí de pie, paralizado y sin saber qué hacer o qué decir. Él clavó sus ojos en mí con expresión asesina.
—Ni una palabra a nadie. No has visto ni escuchado nada.
—¡Claro! Nada de nada. Te lo juro —respondí, palideciendo un poco.
Con quién menos problemas me interesaba tener en la escuela era con Ignacio. No era de los repetidores más conflictivos que había. En realidad este nuevo colegio era bastante calmado en cuanto a chicos conflictivos en comparación con mi anterior escuela.
Pero sabía que Ignacio Román podía meterse conmigo y poner a la clase en contra si así lo deseaba. Su picardía, seguridad en sí mismo y su desarrollo físico le daban la ventaja natural del que es líder porque sí.
Pensé que mi último curso en aquel colegio privado no había hecho más que empezar, así que lo único que quería era pasar lo más desapercibido posible y no ponerme en contra al alto repetidor.
Todo lo que había construido con mucho cuidado y esfuerzo el año anterior, cuando llegué nuevo a la escuela, podía venirse abajo con un simple parpadeo. Ahora tenía un pequeño círculo de compañeros a los que casi podía llamar amigos. Si perdía lo poco o mucho que había adelantado socialmente, no me lo perdonaría jamás.
—¡A nadie, David! —enfatizó, girándose hacia mí.
Me di cuenta de que quizás era la primera vez que estaba utilizando mi nombre en el año y pico que llevábamos en la misma clase.
La mayoría de mis compañeros me llamaban Vivar, por mi apellido. Sólo los más cercanos lo hacían por el nombre.
Como Ignacio vio que no reaccionaba, dio un paso hacia delante y yo di un paso hacia atrás de forma automática.
—David… —repitió mi nombre.
Me sorprendió cómo sonaba en su boca. Como si aquel enorme depredador conociera la denominación de un insecto como yo en aquella cadena trófica escolar.
—A nadie —me obligó a responder mi instinto de supervivencia.
Estaba a punto de girar sobre mis talones y salir corriendo por la puerta. No habría dudado un momento en hacerlo si no fuera porque vi cómo el rostro de Ignacio continuaba congestionado, conteniendo el llanto.
¿Estaba intentado que no se le escaparan las lágrimas? ¡Conocía bien aquella sensación y la expresión en su cara! Me pasaba constantemente.
Me quedé paralizado de nuevo.
Ni respires, ordenó la voz en el fondo de mi mente.
Pero como siempre me hacían ver en mi familia, yo era imbécil. No tenía visión o picardía suficiente para evitar los problemas.
Por eso dije aquella estupidez.
—No puedo irme si estás mal —declaré en voz alta, como si aquella tontería estuviera escrita en la Carta de los Derechos Humanos.
Claro que puedes irte, subnormal. ¡Pírate del baño o te buscarás problemas!, dijo mi voz mental, bastante alterada.
—No quiero hablar, David —murmuró Ignacio con cansancio.
Continué de pie, inmóvil, ignorando cualquier alarma mental para que echara a correr y me alejara lo más rápido posible de aquel baño.
—¡Es todo una mierda! —exclamó mi compañero.
Ignacio Román se rompió. Dejó de mirarme y apoyó ambas manos sobre el lavabo, dejando caer su cuello.
Los sollozos le saltaron libres del pecho. Unos enormes lagrimones corrieron por sus mejillas, defenestrándose sobre la loza blanca del lavabo, compitiendo con las gotas de agua en una carrera hacia el desagüe.
Tras unos segundos muy largos y un silencio bastante tenso sólo roto por su llanto, Ignacio sorbió los mocos de su nariz e intentó recomponerse.
Le vi hacer un importante esfuerzo por parecer sosegado y fuerte, sin lograrlo.
No sin titubeo, mi yo suicida social se acercó a él.
Puse la palma de mi mano en su espalda y la moví ligeramente. Noté la suavidad del jersey de su uniforme, así como el calor que desprendía su cuerpo. Un calor agradable.
—Tranquilo, ¿vale? —dije en un tono bajo, sabiendo que la alambrada de los velocirraptores estaba sin corriente en aquel momento—. No le voy a decir nada a nadie. Si me cuentas qué te pasa, veremos cómo lo solucionamos.
Giró su cuello y me miró confuso, con una sonrisa sarcástica en sus labios.
—¿Solucionamos? Lo que me pasa no tiene solución.
—Siempre hay una solución —le expliqué.
Estaba harto de leer aquella frase en los libros que sacaba de la biblioteca del barrio. Solían escribirlos señores con barba y pipa de fumar o señoras rubias americanas con túnicas blancas y pendientes de perlas.
Eran libros poco adecuados para niños de trece años, pero desde hacía año y medio pedía al bibliotecario que me dejara entrar a la sala de adultos para hojearlos e intentar solucionar los problemas que tenía dentro de mí.
Decía que esos libros eran para mi madre. Los sacaba con su nombre, pues antes de que dejara de vivir con nosotros, ella también era socia de la biblioteca.
Si los llevaba a casa, los escondía en un cajón de mi cuarto, bajo cuadernos y papeles, y los leía cuando no había nadie o por las noches, con la puerta cerrada para que mi padre o mi hermano no pensaran cosas raras o se metieran conmigo.
En esos libros decían que para cualquier problema siempre había unas cuantas soluciones. Debía de ser porque los autores sabían algo de la vida que los niños de trece y catorce años todavía no habíamos descubierto.
—Mi problema está aquí —tocó Ignacio su sien—. Mi problema es que soy tonto y no soy capaz de aprender. Mi cerebro no funciona —dijo con un marcadísimo autodesprecio, algo que en seguida resonó en mi propio telefonillo interno.
Yo era listo a mi manera, porque me gustaba aprender sobre ciertos temas y no me costaba leer libros gordos que eran para adultos. Sin embargo, a mi familia y a mis compañero del anterior colegio no se lo parecía. Al contrario. Me veían como alguien defectuoso que tenía que corregirse y ser de otra manera.
Me quedé mirando a Ignacio, procesando mis propios sentimientos y sin saber qué decirle.
—He suspendido Matemáticas otra vez —continuó él, refiriéndose al resultado del examen que nos acababan de dar justo antes del recreo.
—Yo también he suspendido —me encogí de hombros—. Odio las Matemáticas. No presto mucha atención. No es que tu cerebro no funcione, es que los números son un asco.
Él sorbió los mocos una vez más. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, mirándome de una forma diferente a como me había mirado momentos antes.
—Tú sacas buenas notas en el resto de las asignaturas —soltó.
Me sorprendió que Ignacio estuviera al tanto de mis calificaciones.
—No es verdad. Suspendo Inglés y Física. No me entero de nada. Física también tiene números.
—Entonces seguro que no tienes un padre como el mío —declaró—. Que te recuerda a diario lo tonto que eres.
En realidad sí que lo tenía. Tal vez no me decía a diario que era tonto, pero cada poco me recordaba que tenía que espabilarme y convertirme en un hombre hecho y derecho.
—Sí lo tengo, eh —elevé los hombros.
Me volví hacia los urinarios y abrí las tres puertas de par en par, buscando algo.
Con satisfacción descubrí que se habían olvidado el rollo de papel higiénico que teníamos que pedir al conserje cada vez que sufríamos urgencias fecales. “Para no malgastar recursos”, había dicho la jefa de estudios.
Tomé buena cantidad de papel y lo enrollé en mi mano. ¡A la mierda los recursos y la austeridad de la jefa de estudios con la gestión de los baños con olor a pis y lejía!
Regresé hacia Ignacio y paseé por el filo del suicidio social un poco más.
—¿Vas a llorar más? —le pregunté, inclinándome hacia el precipicio del bullying, un lugar que conocía sobradamente.
Él me miró con cierta ofensa, lo que significaba que iba recuperando parte de la chulería y superioridad que le caracterizaban.
—No voy a llorar más. Y si le…
—No se lo voy a contar a nadie —repetí despacio y concienzudo, como si fuera Nedry de Jurassic Park y tuviera frente a mí al Dilophosaurio—. Es para que te laves la cara de nuevo y te seques con esto —le mostré el papel.
Ignacio, enfurruñado, hizo lo que le dije sin oponer resistencia. Cuanto terminó, con la cara chorreando y su flequillo negro goteando, le pasé el papel y empezó a secarse.
—¡Joder! ¡Cómo rasca este papel! —se quejó.
—Por eso nunca voy al baño en el colegio —me salió aquello, sin pretender bromear con él.
En su cara se dibujó una diminuta sonrisa que hizo que algo se me encogiera dentro.
¿Ignacio Román acababa de sonreír con una cosa que yo había dicho?
La última vez que me había hecho un gesto de aprobación fue cuando en un cambio de clases el año anterior me peleé con Miguel Ángel Gallardo.
Miguel Ángel había empezado a meterse conmigo. Al escuchar los insultos, me entró tanto pánico al pensar que me iba a pasar como en el anterior colegio, que me lancé hacia él y le solté un puñetazo en la cara.
Afortunadamente aquella disputa no fue a más, porque todos mis compañeros saltaron sobre nosotros. Empezaron a celebrar y a vitorear mi gancho de derecha, que había sido producto del pánico y de las ansias de supervivencia social.
Mi puñetazo no había sido nada del otro mundo. Apenas alcanzó la cara de Miguel Ángel. Pero le disuadió de meterse de nuevo conmigo. Ni él, ni nadie lo había hecho hasta el momento.
—Creo que puedo ayudarte con tu problema —dije a Ignacio.
No me miró. Se secaba la cara y comprobaba en el espejo el estado sus ojos, todavía hinchados y rojos.
—¿Cómo vas a ayudarme tú?
—No puedo cambiar a tu padre —expliqué con obviedad—, pero puedo ayudarte a que no suspendas.
—¿Y cómo vas a hacerlo?
Ahora sí se giró, incrédulo pero interesado en escucharme.
—Pidiendo que nos ayuden. A ti y a mí. No me vendría mal algo de refuerzo, la verdad.
Ignacio se quedó esperando a que continuara explicando mi idea.
—Tendríamos que preguntar a alguien más empollón que nosotros —elaboré—. Se me ocurre algún candidato.
Ignacio sonrió entonces, aunque había amargura entre sus labios. La idea debía de ser muy tonta y hacerle gracia.
—¡Tu flipas, David! ¿Por qué nos iba a ayudar un empollón?
—¿Por qué son buenas personas? —elevé los hombros.
Mi improvisada propuesta descolocó a Ignacio, que frunció el ceño y sus pobladas cejas negras se arrugaron.
Podía ver los engranajes de su cerebro funcionando a toda velocidad en aquella cara de chico guapo y rompecorazones. Era raro sentir que alguien como yo, bajito, gordito y casi invisible, le había sacudido un poco.
—Vale. Tal vez sirva de algo —aceptó con seriedad—. Pero si no funciona…
—¿Me arrancas la cabeza? —adelanté mi funesta muerte.
—¡No! —arrugó la expresión más todavía, confuso con mi respuesta—. Si no funciona con el primer examen, no voy a perder el tiempo.
Aquello ni me sorprendió, ni me lo tomé a mal. Si yo fuera tan popular y guay como Ignacio tampoco perdería el tiempo. Y menos conmigo.
—Sí. Lo entiendo —resolví—. Intentaré ayudarte lo mejor que pueda —me comprometí.
Ignacio me miró como el que mira a un extraterrestre verde, gelatinoso y con sobrepeso. Podía haberme pinchado con un palo de madera, pero en aquel baño no había palos. Su mirada era de turbación.
—Mi padre me va a castigar en cuanto se entere del suspenso en Matemáticas. Ya me lo había avisado —explicó sin yo pedirlo—. Tengo que aprobar todos los finales del trimestre.
—Estamos en noviembre —reflexioné en voz alta—. Yo también tengo que aprobar o mi padre me mata. Es demasiado el dineral que se gasta en el colegio —me encogí de hombros—. Por ahora sólo hemos suspendido el parcial de Matemáticas. Yo también el de Inglés. Habrá que ponerse las pilas —comenté resuelto—. Hay tiempo para encontrar una solución. Porque siempre hay solución —parafraseé de nuevo el libro de la señora rubia con túnica blanca.
Ignacio asintió despacio y encestó la bola de papel húmedo en una papelera. Después clavó sus ojos en mí.
—Tampoco me apetece que toda la clase se entere de que necesito que me ayuden a aprobar porque soy tonto —declaró, como si aquello fuese algo bastante negativo.
Posiblemente lo sea para su popularidad, habló la voz de mi cabeza.
—Es normal —acepté—. Será lo más secreto posible.
Ignacio me miró penetrante, con aquellos ojos negros.
—¿Tú desde cuándo eres así? —preguntó, tomándome por sorpresa.
—Así, ¿cómo? —fruncí el ceño, sin entender—. ¿Un extraterrestre gelatinoso? —pregunté, haciéndome el bufón por un momento.
Era un rastro que me había quedado del anterior colegio, cuando creía que si conseguía ser payaso y que mis compañeros se rieran conmigo, al menos no se reirían de mí.
Ignacio soltó ahora una risa minúscula.
—Me refiero a así de “ayudador” —se inventó aquella palabra.
No sabía qué responderle.
Supuse que siempre había sentido pena al ver a la gente llorar o pasarlo mal. Tal vez porque yo lo había pasado bastante mal y había llorado mucho en los últimos años. O que veía a personas pasándolo mal a mi alrededor. Mis padres y mi hermano, sin ir mar lejos.
A diferencia de las familias de mis compañeros de clase, a la mía no le sobraba el dinero. Mis padres y mi hermano Álvaro estaban haciendo un esfuerzo económico tremendo para que yo pudiera asistir a aquel colegio que habían considerado un lugar seguro tras lo que me había ocurrido en la anterior escuela.
—Podemos ser discretos para que nadie se entere de que quiero ayudarte —propuse, como si estuviéramos haciendo algo ilegal—. Hablaré hoy mismo con alguno de los chicos para ver qué les parece.
—¿Qué chicos? —me preguntó.
—Pues Óscar —me referí a mi compañero de pupitre— o Thomas —que era otro de mis compañeros del grupo con el que me juntaba en los recreos.
No sabía si ya podía considerar a Óscar o a Thomas mis amigos. Entendía que por el momento sólo compañeros.
Me costaba distinguir ambas categorías, porque casi nunca había tenido amigos. Y los pocos que había creído que lo eran, al final resultaron no serlo. Como algunas de las chicas de mi anterior colegio, que habían dejado de hablarme cuando vieron que los chicos me tenían enfilado y entre sus fauces.
Ignacio valoró esos dos nombres: Óscar y Thomas.
A poco que nos hubiera observado en clase, sabría que eran mis dos compañeros más cercanos y de los más brillantes en aquella clase tan competitiva en lo académico.
Además, hasta hacía muy poco, tanto Thomas como Óscar habían jugado al fútbol con él y los demás en los recreos. Igual que cuando nos dejaban hacer deporte libre en las clases de Educación Física.
—De acuerdo. Óscar y Thomas pueden saberlo. Nadie más —señaló Ignacio, sonando un poco amenazante.
Después extendió su brazo y me ofreció su mano.
Era grande, con dedos robustos en comparación con los míos. Se la estreché y sacudí, notando la frialdad que el agua del lavabo había dejado en ella.
—Te iré informando —concluí.
Con las mismas, como si de una película de espías se tratara, di media vuelta y salí de los baños con cierta sensación de irrealidad.
Ignacio se quedó allí. Tal vez recapacitando sobre lo sucedido, sobre mi ofrecimiento altruista y desinteresado.
Salí al patio de la escuela. El inusual sol de noviembre calentaba con tal fuerza que la mayoría de los alumnos había dejado los abrigos colgados en las perchas del aula. Sin embargo, podía olfatear en el cielo que aquel sol era de agua, como solía decir mi madre.
Por la tarde habría tormenta. Podía sentirlo en cómo el sol picaba en mi piel. Aunque tal vez fuese la adrenalina de lo que acababa de ocurrirme con Ignacio Román en los baños.
En mi estómago había un poso extraño. Era una sensación de nerviosismo, excitación y crema de cacao del bollo que me había comido.
Si convencía a Óscar o a Thomas de que además de a mí, ayudaran a Ignacio con las asignaturas que más costaban, tal vez podríamos acercarnos al chico más popular de la escuela.
Yo nunca había sido popular en nada. Al menos en sentido positivo. Siempre había pensado que jamás podría llegar a serlo, pero aquella oportunidad ganándome la confianza de Ignacio…
¡Deja de soñar, cretino!, apagó la voz de mi cabeza cualquier conato de ilusión.
Ignacio tenía los suspiros de las chicas y la admiración de los chicos. Daba igual si suspendía Matemáticas o no era el más inteligente de la clase. Todos querían ser o estar alrededor de Ignacio Román. Era guapo, despierto y parecía más mayor de lo que era. A nuestra edad, esas eran razones más que suficiente para atraer la atención de los demás y ser popular.
Con trece o catorce años, uno quiere entrar en el juego de los ligues. Era sabido que Ignacio nos sacaba delantera a todos en ese campo. Sobre todo a mí, que no tenía ni idea de ligues o romances.
Los ligues me aterraban.
Era algo que quedaba fuera de mi alcance. Era consciente de que yo no sería uno de esos chicos rompecorazones. Era gordo, cobarde y me faltaba picardía. Jamás ninguna chica pondría su vista en mí y querría besarme. Y ningún chico me admiraría por nada de lo que yo hiciera a lo largo de mi vida.
Que Ignacio valorara mi ofrecimiento podía considerarlo un auténtico éxito y un halago. Aunque sabía que lo había hecho por desesperación más que por gusto. Si no, ¿por qué se iba a dejar ayudar por un insecto asqueroso y repulsivo como yo?
Nos hemos estrechado la mano, pensé.
Noté que el apretón continuaba allí, con sus dedos alrededor de mi palma y dorso.
Un apretón de mano podía significa mucho o no significar nada.
El tiempo lo diría.
CAPÍTULO 2
—Por mí no hay problema —se encogió Óscar de hombros.
Mi compañero de pupitre desde septiembre empujó sus gafas de pasta marrón para acomodarlas en el puente de su nariz.
Sopló hacia arriba para mover el mechón de pelo castaño claro y liso que se le descolgaba en la frente, poniendo su atención en la pizarra.
Estábamos en clase de Historia, tras el recreo. La profesora explicaba algo, anotando fechas y nombres en la pizarra.
Mirándole de reojo, pensé que Óscar y yo éramos bastante parecidos en nuestras bromas y en algunas aficiones. Pero discrepábamos en el fútbol. A él le gustaba y yo lo aborrecía. A pesar de eso, teníamos bastante sintonía.
Su complexión delgada y sus aires intelectuales eran otras cosas que contrastaban conmigo. Mientras que él era atlético e inteligente, aunque fuera catalogado como uno de los empollones de clase, yo era redondo y mentalmente un desastre.
Óscar no era el culmen de la belleza, pero tenía mucha confianza en él mismo, en sus capacidades y en su sentido del humor, que era tan vasto que cautivaba a los demás.
Las chicas del grupo se reían mucho con él y con sus bromas. Como casi siempre me hacía participe de ellas, aquello me había facilitado sentirme cómodo y relajado, permitiéndome sacar un poco de mi ironía.
—¿Crees que Thomas querrá ayudarnos también? —miré varias filas adelante.
Thomas García Patel tenía una cabellera poblada con amplios bucles rubios como el sol. Tenía una constitución ancha, cara aniñada como un angelito barroco, pero expresión adulta.
Era un chico agudo en cada planteamiento que hacía. Algo que martirizaba a su compañera de pupitre, Patricia Silva, una de las guapas de clase.
Patricia era una pija insoportable, con aquella melena morena y sus colección de lazos. Porque Patricia no usaba gomas en el pelo. Ella utilizaba lazos.
—Seguro que nos ayuda. A Thomas le da igual casi todo y le encanta hacer cosas en grupo —me susurró Óscar—. Se apunta, fijo.
Mi compañero de pupitre y yo nos miramos un momento, cavilando sobre aquella posibilidad.
¿Estaría pensando lo mismo que yo? ¿Que íbamos a tener un acercamiento con el chico más popular y guapo de la clase?
Óscar no estaría pensando lo de que Ignacio era guapo, claro.
Hacía varias semanas me había confesado que le parecía guapa Patricia Silva, la pija e insoportable compañera de pupitre de Thomas. Pero ella se encontraba en la órbita del grupo de populares que giraba alrededor de Ignacio, Fabio, Hugo y Julen. Muy lejos jerárquicamente de donde nos encontrábamos nosotros dos.
Al menos eso quería pensar.
En realidad sentía que si Óscar quisiera, podría ser uno de los chicos del grupo de Ignacio, de los populares y deseables. Pero mi compañero de mesa, por alguna extraña razón, había dejado de jugar al fútbol en las pistas a principios de ese curso y empezado a venirse en los recreos con Thomas, con las chicas y conmigo.
¿Relacionarnos de alguna forma con Ignacio podría ayudar a Óscar a acercarse a Patricia?
—¿Podéis parar de hablar? —se giró Anita, que era una de las chicas de nuestro grupo y se sentaba en la mesa de delante—. No me he enterado de lo que ha pedido que hagamos para casa. ¿Vosotros os habéis enterado?
Anita estaba bromeando, impostando aquella expresión molesta.
Óscar y yo la miramos con cara de bobos durante unos segundos. Entonces se nos escaparon unas risas que resonaron en el aula más de lo que pretendíamos.
Anita nos miró entre la broma y el enfado, con sus coletas rubias a ambos lados, sus pronunciados dientes delanteros y su jersey blanco de cuello alto.
Ella no era de llevar polo debajo del jersey azul marino, como los demás. Anita luchaba su propia cruzada templaria contra el código de vestimenta de la escuela, rebelándose con aquel jersey blanco que combinaba con un chaleco azul al que había cosido el escudo del colegio para evitarse problemas.
El pecado de Anita había sido intentar esconder el rumbo que había tomado su propio cuerpo al llegar a la pubertad. Nos confesó que se sentía incómoda y molesta usando el jersey del uniforme debido al volumen actual de sus pechos, que durante el verano anterior habían decidido ponerse “como dos globos”, habían sido sus palabras literales.
Sus padres habían sido llamados más de una vez a tutoría para hablar de las faldas por encima de la rodilla de Anita o aquella raya negra que se pintaba debajo del ojo y que sólo les estaba permitida a las chicas que ya iban al bachillerato. Por lo visto las chicas de octavo y cursos inferiores no podían usar maquillaje para ir a clase.
Ella era la única que lo usaba. Y el conjunto de falda ligeramente por encima de las rodillas para estar sentada más cómoda, el chaleco para disimular mejor sus pechos y el maquillaje le habían dado una cierta fama de “chica suelta”.
Anita era todo lo contrario. Era inteligente, era valiente y era diferente a las demás. Por eso me encantaba.
—Te has enterado perfectamente, Anita —sonrió Óscar, más cautivador de lo que me hubiera esperado y parecido correcto.
Ella sonrió de oreja a oreja.
—Sí. Es verdad. Y si no, se lo podríamos preguntar a Julen, que hoy está muy callado y prestando atención —sopló en el oído de su alto compañero de mesa, que se giró para mirarnos con la seriedad endeble que le caracterizaba.
—Nos van a llamar la atención —nos pidió orden aquel alto repetidor y uno de los mejores amigos de Ignacio.
Ambos habían repetido al mismo tiempo, casi por osmosis del uno con el otro. El curso que repitieron, séptimo, fue en el que yo entré nuevo en la escuela.
Julen tenía el pelo rizado y marrón, con una cara risueña casi siempre. Parecía dos años mayor que el resto. Le pasaba como a Ignacio. La diferencia con su amigo era que Julen era más accesible y simpático en general. Solía hablar con todo el mundo. Incluido conmigo desde que me sentaba detrás de él y de Anita.
La profesora de Historia estiró el cuello para mirar hacia el fondo de la clase y llamar nuestra atención.
—¿Se han enterado por allá atrás de lo que hay que hacer? Luego vienen los lamentos. ¿Verdad, señor Labadia y señor Vivar? —se dirigió a Julen y a mí, utilizando nuestros apellidos—. Señor Vivar —puso su atención en mí, después de que se me borrara la sonrisa divertida de mi cara con la llamada de atención—. Pasamos de sacar sobresalientes en Historia como el año pasado a conformarnos con un cinco en el último examen porque nos lo pasamos muy bien charlando en clase con el señor Nieto —se refirió ahora a Óscar.
—Sacaré más nota en el próximo —respondí, un poco chulo.
No era propio de mí, pero me dio rabia que la profesora resaltara delante de todos mi bajada en las calificaciones. Además, como yo era idiota y no tenía picardía para evitar los problemas, pues acababa de responderle aquella estupidez.
Algunas risillas se elevaron en la clase. Me arrepentí en seguida de haber hablado.
La profesora, algo asombrada por mi atrevimiento, dio algunos pasos hacia nuestra mesa, al fondo del aula, y me sonrió sardónica.
—El próximo día va a ser usted quien lea la redacción que he mandado hacer para casa y será uno de los bloques de la siguiente clase —sonrió de forma envenenada, con su nariz aguileña y sus uñas rojas tamborileando en el bolígrafo que sostenía entre las manos.
La profesora de Historia me caía bien y me gustaba cómo explicaba. Pero a veces podía resultar muy estirada. Además de tener la manía de llamarnos de usted y por el apellido.
—Pero… yo sólo… —titubeé, yendo a quejarme.
¡Cállate, imbécil!, gruñó la voz de mi cabeza.
—Si lo hace bien, señor Vivar, convertirá su anterior cinco en un siete.
Un murmullo se alzó en el aula con aquella noticia.
Alguien delante levantó la mano. Era Javier de la Zarra, el número uno de la clase en cuanto a calificaciones.
—¿Y los demás no podríamos hacer eso? Yo me quedé en un 9,75 y no llegué al 10.
Anita, que continuaba medio girada hacia nosotros (al igual que media clase) nos miró a Óscar y a mí, poniendo los ojos en blanco ante la pedantería de Javier.
—Todos tendrán oportunidad de mejorar sus calificaciones con este tipo de actividad —continuó la profesora—. Pero he decidido empezar por el señor David Vivar, que es el último de la lista, ¿entendido?
Un asentimiento colectivo se produjo en el aula.
—Muy bien. Pues ya podéis recoger y salir —ordenó ésta.
Empecé a guardar todo en la mochila a toda prisa.
Mi padre estaría esperándome en la puerta de la escuela con el coche. Cada mediodía venía a recogerme para ir a casa a comer y volvía a llevarme a las clases de la tarde.
La mayor parte de los chicos de la escuela vivíamos lejos de ella. Muchos se quedaban en el comedor, a otros les llevaban y les traían los autobuses que hacían las rutas por la ciudad, y a mí me recogía mi padre para almorzar en casa durante aquella pausa de dos horas.
—Menudo marrón te ha caído —comentó Óscar, refiriéndose a lo de la exposición en clase de Historia.
—Luego preguntaré de qué es la redacción —intenté ser práctico—. No me he enterado. Como estábamos hablando…
No me preocupaba. Historia y Lengua Española eran mis asignaturas favoritas. No me costaba aprenderlas. Si había sacado un cinco en mi último examen, era porque la corte y política de Felipe V me había interesado más bien poco. Me gustaba más la historia de los Austrias que la de los Borbones, con sus pelucas afrancesadas.
Con los abrigos puestos y las mochilas al hombro, interceptamos a Thomas en el pasillo.
—Thomas, tenemos que contarte algo —empezó Óscar.
Nuestro rubio compañero se detuvo en seco, como si no fuera posible hablar y caminar a la vez.
Sus ojos de un profundo azul verdoso escrutaban cada palabra y cada explicación de aquella versión descremada sobre mi encuentro en el baño con Ignacio.
Omití la parte del llanto, por supuesto.
Nuestro grandullón compañero, con su tez pálida y mofletes rojos, reanudó la marcha hasta las escaleras. Se detuvo nuevamente para mirarnos, sin decir nada.
Durante unos segundos no sabíamos cuál iba a ser su reacción.
Observé su expresión inescrutable. Sus genes británicos por parte materna estaban más que patentes en su rostro, igual que en aquellos ojos claros y bonitos, con destellos algosos.
—Bien. Por mí no hay ningún problema —se encogió de hombros—. Yo explico Inglés y algo de Matemáticas. Óscar se encarga de Física y Química. Pero también de Matemáticas. Tú de la sintaxis de Lengua Española —me señaló a mí—, que es un bodrio.
—Vosotros no necesitáis que os explique sintaxis —repliqué.
—Pero Ignacio sí lo va a necesitar —resolvió Thomas, y empezó a bajar las escaleras—. Hay que repartirse el trabajo. Tiene que ser cooperativo. Todos aportamos lo que podamos.
—Si queréis podemos organizar la primera sesión de estudio en mi casa —dijo Óscar.
—Yo voy a preguntar a mi padre también si podemos hacerlo en mi casa —propuse.
A mitad del tramo de escaleras Thomas se detuvo. Éramos casi de los últimos en salir del edificio. El río de alumnos ya iba bastante menguado.
—La primera sesión de estudio la hacemos en mi casa —dijo él, de forma casi innegociable—. Aunque si vamos a hacer esto, tendré que pediros una contrapartida, porque necesito ayuda con un proyecto personal. Incluido Ignacio. Necesito que me ayuden varias personas, ¿OK?
—OK —respondimos Óscar y yo al unísono.
—Si no, no hay trato —amenazó el rubio grandullón.
Salimos del edificio y lo rodeamos para dirigimos a la puerta de entrada.
—¿Qué proyecto es ese, Thomas?
Óscar frunció el ceño.
—Nada serio. Algo divertido —sonrió complacido y misterioso el aludido—. Ya lo veréis. A su tiempo.
—¿Pero de qué se trata? —insistí yo, picado por la curiosidad—. Ahora no nos puedes dejar así.
Él continuó caminando, satisfecho y sonriente por habernos generado curiosidad.
—¡Pero, tío! —le exhortó Óscar—. ¿Qué narices quieres que hagamos? ¿No nos lo puedes contar?
Thomas no soltó prenda.
Sabía que Thomas jugaba bastantes juegos de ordenador. Quizás quería que le ayudáramos a pasarse algo que él no era capaz.
Óscar y él se despidieron de mí al llegar a la puerta del recinto de la escuela, pues ellos iban andando hasta sus casas, que no quedaban demasiado lejos.
Detecté a mi padre dentro del coche, al otro lado de la carretera. Me hizo gestos para que cruzara deprisa.
Al mirar mi reloj de muñeca descubrí que había tardado más de la cuenta en salir. Pero cinco minutos de más merecían la pena si significaba avanzar en el compromiso que había contraído con Ignacio Román.
Volví a pensar en el apretón de manos en el baño conforme me sentaba en el asiento del copiloto y ponía mi mochila cargada de libros y cuadernos entre las piernas.
Mi padre arrancó y regresamos a casa para comer.
Las nubes estaban cada vez más amotinadas en el cielo. Esa tarde llovería, pero no me importaba. La lluvia me gustaba, porque, en cierta manera, yo solía estar empapado de lluvia por dentro. Yo y mis tormentas.
Ese día, con las posibilidades que abría mi encuentro con Ignacio en los baños de la planta baja, un rayo de sol lleno expectación asomaba entre los nubarrones.
¿De verdad iba a relacionarme con el chico más guay de todo el colegio? ¿Yo? ¿David Vivar, el tío más pringado de la existencia humana?
Era incapaz de creérmelo. A mí nunca me pasaban cosas buenas. En algún punto se acabaría fastidiando. En cuanto Ignacio Román lo pensara detenidamente y no desde la desesperación provocada por un tonto parcial de Matemáticas, se retractaría de sus palabras.
CAPÍTULO 3
Era jueves por la tarde y acabábamos de terminas las clases. Óscar, Thomas y yo esperábamos en la puerta de la escuela. Alrededor, los grupos de padres y ruidosos niños se empezaban a dispersar.
La luz del cielo de noviembre, cada día que pasaba, perdía fuerza antes. Ese día las plomizas nubes parecían echar ya la noche sobre nosotros. Al menos no llovería como la tarde anterior. Aunque hacía frío y los pantalones de uniforme que nos obligaban a llevar no abrigaban demasiado.
—¿Dónde está Ignacio? —preguntó Óscar, empujando sus gafas por el puente de la nariz y luego poniendo sus manos en los bolsillos del abrigo como gesto de frío.
Observé la mole de ladrillo naranja que era el feo edificio del colegio, con unos rectángulos blancos debajo de las filas de ventanas. En su fachada destacaban varias farolas encendidas, emborronando la estampa con su ambarina luz.
—Por ahí viene —señalé al ver dos altas figuras doblar la esquina.
El alto, guapo y moreno repetidor venía acompañado de su mejor amigo de clase: Julen, el compañero de pupitre de Anita.
Ambos se acercaron a nosotros con paso de resuelto.
—Llevamos un buen rato esperando. ¿De dónde venís? —les preguntó un siempre directo Thomas.
—De nuestros asuntos —comentó chulo y misterioso Ignacio.
—¿De fumaros un cigarro? —disparó un perspicaz Óscar.
Julen e Ignacio se miraron con complicidad, tal vez calibrando si responder o no.
—Nosotros no fumamos —resolvió Julen—. Venimos de hablar con Azahara —se refirió a una de las chicas de octavo A, la otra clase de nuestro mismo curso—. Éste le tiene el ojo echado. Para ver si el viernes por la tarde quedamos con sus amigas y con ella.
—¿Con las del A? —comentó Thomas, arqueando una de sus pobladas cejas doradas—. Bueno. Vosotros tenéis más posibilidades que nosotros de quedar con ellas. Yo una vez se lo propuse a Diana —se refirió a otra de las chicas del A— y me dijo que ellas no quedaban con perdedores.
Por como Thomas lo había contado, no supe si sentir pena o reírme. Eso último fue lo que hicieron Julen e Ignacio. Óscar y yo les acompañamos.
—En el fondo son unas estiradas —le quitó hierro Ignacio.
—Ellas se lo pierden —resolvió nuestro rubio compañero, elevando sus hombros, para nada afectado.
Pensé en Azahara, que era el equivalente a Patricia Silva en nuestra clase: una pija inalcanzable.
Echamos a andar en dirección a la gran rotonda del Boulevard por la que debíamos cruzar para ir a casa de Thomas, que era quien abría la comitiva.
Observé a mi rubio compañero desde detrás.
No pude evitar mirar cómo se le ajustaba a Thomas el pantalón a sus piernas y a su culo, que lo tenía grande. Pensé que era más grande que el mío, pero sin embargo los pantalones no le quedaban mal.
Antes de empezar el curso, yo había pedido a mi padre que me comprara un pantalón un poco más ancho que mi talla para que no se me viera tan gordo como sentía que estaba. Afortunadamente había accedido bajo la hipótesis de que tal vez diese el estirón en los próximos meses. Así no tendría que comprar otro pantalón a mitad de curso.
Yo dudé de que fuera a dar ningún estirón. Ni en los próximos meses, ni en los próximos quince años. Siendo un moco de menos de medio metro como era, ni regándome iba a crecer. Seguiría siendo un gordo informe y enano hasta el fin de mis días.
Sin embargo Thomas, que era casi tan bajo como yo y también estaba gordo, era más ancho en sus formas. Sólo parecía grande. Más corpulento. Pero no gordo.
Él hablaba sin tapujos de sus formas redondeadas, pero lo hacía despreocupado. En más de una ocasión nos había señalado a Óscar y a mí que él tenía el potencial físico de un tal Lawrence Dallaglio, que por lo visto era un jugador de rugby inglés al que yo no conocía de nada. Según Thomas, ya tendría tiempo de desarrollar su cuerpo y ponerse cachas.
Otra cosa buena que tenía Thomas era su forma de hablar. Gracias a ella caía simpático por igual, sin convertirse en el bufón o en el gracioso. La gente sabía que era inteligente y que te podía cerrar la boca y avergonzarte delante de todos, sin maldad pero con contundencia. Algo que hacía sistemáticamente con la pija de Patricia Silva. Sólo que a ella no le afectaba porque se sabía la más envidiada y popular de la clase.
Tal vez por todas esas cosas Ignacio había aceptado nuestra ayuda. Thomas le caía bien y le transmitía confianza. Ir aquella primera tarde a estudiar a su casa le había reforzado positivamente.
Las aceras estaban mojadas por la lluvia del día anterior y reflejaban la luz de las farolas, mientras el tráfico de entrada y salida a la ciudad a esas horas era incesante.
Miré a Julen de reojo. Sabía que no vivía muy lejos de donde estaba la casa de Thomas y pensé que por eso seguramente nos estaba acompañando.
—Mi madre me ha dado permiso para que estemos hasta las ocho y cuarto —nos informó nuestro rubio compañero—. Como mucho podemos estirar hasta las ocho y media. Así que tendremos que darnos prisa poniéndonos al día con las materias principales —empezó a explicar—. Por no hablar del proyecto secreto.
—¿Qué proyecto secreto? —preguntaron casi al unísono Julen e Ignacio.
Aquí es en donde se desmorona todo el plan, dijo la voz en mi cabeza, sabiendo que aquella expectativa ilusoria no podía durar mucho.
Óscar y yo ya habíamos barajado la posibilidad. No sabíamos qué nos iba a pedir Thomas o con qué quería que le ayudáramos. Tampoco sabíamos si Ignacio se echaría atrás y diría de no estudiar con nosotros. De ser así, adiós a las posibilidades de juntarnos con el chico repetidor y popular de clase.
Thomas se detuvo y se giró para encararnos a los cuatro.
—Un proyecto secreto que llevaremos a cabo. Aunque todavía me quedan unos cabos sueltos que atar —decía, más para sí mismo que para nosotros—. Esto no te incluye Julen. Pero si quieres participar, por mí no hay problema.
—¿Participar en qué? —preguntó el aludido.
—¿Tú necesitas clases de refuerzo? —le interrogó Thomas.
Pusimos la vista en Julen, que de pronto pareció ruborizarse. Con lo alto que era, cuando se encogía de hombros parecía todavía más largo.
—Pues quería preguntaros si podía unirme. Nacho me lo comentó y no me vendría mal un empujón con Física y Matemáticas.
Los amigos cercanos de Ignacio lo llamaban Nacho, por eso Julen lo trataba por el diminutivo.
Tal vez si lo del estudio después de clase prosperaba, algún día tuviera la suficiente confianza como para poder llamarle por el diminutivo. Pero me costaba creer que aquello cuajara. Por el momento, para mí era Ignacio. Ignacio Román. Algo me decía que seguiría siendo así para siempre.
—¿Entonces te apuntas al club de estudio? —insistió Thomas.
Julen se encogió de hombros una vez más.
—No sabía que era un club —sonrió bobalicón—, pero sí. Me apunto.
—¡Estupendo! —se mostró contento Thomas—. Nos viene perfecto un quinto integrante para el proyecto. ¿Tú tienes algo en contra de que se apunte Julen? —preguntó ahora a Óscar.
Mi compañero de pupitre nos miró con ojos de conejo deslumbrado por los faros de un coche.
—Yo no… —miró con una sonrisa incómoda a Julen, que se encogió de hombros por tercera vez, divertido por cómo se expresaba Thomas, sus preguntas disparatadas y sus comentarios locos.
—Habla ahora o calla para siempre, Óscar —le insistió el rubio—. Eres el profesor de Física y mi apoyo en Matemáticas.
—Sí. Julen puede unirse —acabó siguiéndole el juego Óscar, mientras se recolocaba las gafas en el puente de la nariz.
Thomas asintió enérgico, reanudando la marcha.
—¡Perfecto! Pues vamos a mi casa y allí os explico más cosas.
De repente, varios cláxones de coche sonaron en el cruce. Al mismo tiempo que parábamos al escuchar la voz de Ignacio llamando nuestra atención.
—¡Esperad un momento! —comenzó a decir el popular repetidor—. No vamos a ir a ningún sitio si antes no nos explicas que es eso del proyecto secreto. Ya suena bastante mal lo de “club de estudio”.
Ahora sí se va todo a la mierda, habló la voz de mi cabeza, temiéndose lo peor.
—¿No será una encerrona o algo raro como hacerse pajas en grupo? —soltó Ignacio con gesto de desagrado.
Óscar y yo nos miramos, entre impactados y divertidos con aquella idea.
—¿Pajas en grupo? —arrugó Thomas la nariz, y forzó una mueca confusa—. ¿Por qué íbamos a querer hacernos pajas en grupo? ¿No tenéis suficiente cuando os la medís en los descansos de clase con la regla que le robasteis a Daria del estuche?
Julen soltó una carcajada. Óscar y yo tampoco nos aguantamos la risa, mientras que Thomas e Ignacio se miraban como dos vaqueros en duelo en el Salvaje Oeste.
El rubio y robusto chico tomó aire de forma profunda antes de volver a hablar.
—Vale. El plan que tengo va a sonar más descabellado que hacerse pajas en grupo. Si no queréis participar, lo entenderé. Pero es mi condición para ayudaros con el refuerzo de estudio. Yo os ayudo y vosotros me ayudáis a mí.
—Dispara —le animó Ignacio a continuar—. ¿De qué se trata el plan si no son pajas?
—¡Qué pesado con las pajas! —resopló Thomas, reanudando la marcha hacia la rotonda del Boulevard. Los demás le seguimos—. El proyecto secreto es algo que llevo pensando desde hace casi un año —empezó a decir—. En un mes aproximadamente vamos a tener el festival de Navidad. Ya sabéis cómo se ponen las chicas de pesadas con lo de buscar una canción, hacer tres pasos de baile ridículos y pensar que lo han hecho mejor que las de octavo A.
Aquello no explicaba nada aún.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? —participó Óscar.
—Tiene que ver con que quiero que este año la actuación del festival de Navidad corra de nuestra cuenta —nos señaló a todos.
—¿Qué? —dije yo, pensando que Thomas estaba chalado.
Ignacio soltó una carcajada tan fuerte que luego le sobrevino un ataque de tos. Julen reía porque todo lo que salía de la boca de Thomas era cada vez más estrambótico. Óscar se había quedado mudo.
Actuar en el festival de Navidad. ¡Qué estupidez más grande!
Participar en el coro y en la banda de mi anterior colegio fue precisamente lo que había terminado de debilitar y dinamitar mi frágil equilibrio social. Algo tan simple y normal como actuar frente a los padres en un festival escolar me convirtió más si cabía en el blanco de las burlas e insultos de mis ahora ya ex compañeros.
Jamás en mi vida repetiría una estupidez tan grande.
Hacía casi dos años había actuado en el festival que la escuela organizaba un domingo de enero por la tarde para que los familiares vieran las mejores actuaciones que habían hecho los alumnos en el festival de Navidad de diciembre, al que sólo asistían otros alumnos y profesores.
En el festival de enero, como venían los padres, se incluían también las actuaciones del coro y de la orquesta que el profesor de Música había creado en el colegio durante una de las horas de descanso para comer. Y yo estaba en ambos: coro y orquesta, porque mis padres nunca me dejaron hacer teatro.
Me habían animado a apuntarme al coro y a la orquesta, porque así ellos no perdían tiempo en prepararme los posibles disfraces que necesitara. Ya trabajaban demasiado como para echarse algo así encima.
Así que como miembro del coro y de la orquesta, desde el momento en que actué aquella tarde de enero para los padres y otros alumnos, mi vida fue un infierno. Hasta el mes de mayo los insultos y las burlas fueron subiendo de tono. Lo llevaba mal, pero lo llevaba. El problema llegó cuando a finales de mayo, a tan sólo tres semanas de finalizar el curso escolar, entre siete compañeros me dieron una paliza en el pasillo de entrada a los baños que había en el patio de la escuela.
Lo de volver a actuar en un festival para padres estaba descartado para el resto de mi vida. No me iba a autoinmolar en el nuevo colegio a apenas ocho meses de acabar y pasar a bachillerato. No iba a regresar a los insultos y a los pisotones en la cabeza. Esa lección ya la había aprendido.
—¿Quieres que nosotros hagamos la actuación de Navidad? —preguntó un incrédulo Ignacio.
—Es una broma de las de Thomas —hizo un gesto con su barbilla Julen.
—No. No es broma —respondió éste serio—. Voy a montar un grupo de música. Si queréis participar, ensayaremos en mi casa después de las clases de refuerzo. Lo tengo todo preparado y se lo he comentado a mis padres. Ellos me apoyan. Tengo los instrumentos y creo que en un mes podemos conseguirlo. No puedo esperar más, eso sí.
—¿Una banda, Thomas? ¿Tú te estás escuchando? —fui yo ahora el que puse todo el tono descreído posible para sacar a mi compañero aquella idea tan absurda e irreal de la cabeza.
—Sólo tenemos que aprender a tocar una canción. Óscar sabe tocar la guitarra —le señaló.
Mi compañero de gafas extendió sus brazos.
—¡Sólo sé cuatro acordes, Thomas! Empecé las clases en septiembre —respondió.
—Yo toco el teclado y la guitarra —desveló el corpulento angelote rubio aquella información que desconocíamos—. Y más o menos me defiendo con la batería. Podría enseñaros a tocar una canción.
—Yo sé tocar un poco la batería. Mi tío es percusionista en sus ratos libres —comentó Julen.
Todos le miramos, pues su voz estaba impresa de entusiasmo. Como si viera factible la estúpida idea de actuar en el festival de Navidad.
—¿Veis? —descubrió Thomas a un aliado.
Observé a Julen con cierta inquietud amotinándose en mi estómago.
Julen Labadia no era tan guapo y atractivo como lo era Ignacio, pero era un chico mono. Me fijé en que su pelo castaño estaba más ondulado que ese mismo día por la mañana y su mueca era risueña.
—Podría aprender el ritmo de una canción con la batería. No parece complicado —continuó diciendo—. Si es la condición para que nos deis clases gratis y aprobar todas las asignaturas…
—¿Lo dices en serio, tío? —le preguntó Ignacio, ante lo que su amigo asintió.
—Me flipa la música —se defendió Julen—. Y mi tío me puede prestar su batería para ensayar. Una vez me enseñó a tocar una de Metallica.
—A mí también me gusta la música. Pero para escucharla —contratacó su amigo.
—Ignacio, ¿tú eres el que más necesita esas clases? —contrargumentó Julen—. El pequeño precio a apagar es este. Tres minutos de canción en el escenario del gimnasio delante de los padres.
El guapo repetidor resopló y miró a Julen con ojos asesinos, colocándose mejor los tirantes de la mochila.
—Ya, pero yo no sé tocar ningún instrumento —expuso.
—Yo tampoco —levanté mi mano—. La flauta, el triángulo y el xilófono no creo que cuenten para una banda.
—No hay problema —atajó Thomas—. Puedo enseñaros los acordes necesarios con la guitarra, el bajo o el teclado.
—¡Thomas! —se llevó Ignacio las manos a la cabeza—. ¡Estás loco! ¡Que yo lo único que quiero es aprobar Matemáticas y Física, no aprender a tocar un instrumento!
El rubio gordito sonrió y se encogió de hombros, tozudo y resuelto como era.
—Piensa que es un dos por uno, como en Pryca. ¿Tienes algún otro plan por las tardes de aquí a Navidad?
—Sí —participó Julen divertido, extendiendo su brazo y sacudiendo a su amigo por el hombro—, conseguir enrollarse con Azahara.
Todos sonreímos ante la ocurrencia.
—Pues esto será un punto a tu favor —siguió argumentando Thomas—. Muchas chicas, además de Azahara, querrán liarse contigo si hacemos la mejor actuación que se recuerde en años en este maldito colegio. Siempre se acordarán de nosotros.
—No lo veo claro —murmuró Ignacio.
Thomas suavizó un poco su tozudez y su optimismo.
—A ver. Al menos podemos intentarlo. Sé que dos tíos como vosotros, interesantes, populares y rompecorazones no quieren perder su tiempo con tres empollones como nosotros. Seguro que preferís salir con chicas o quedar con vuestros amigos —empezó a dar aquel discurso con aire profundo e inspirador—, pero Óscar, David y yo tenemos que sacar algo a cambio de ayudaros. Y tampoco es pedir mucho un par de tardes a la semana hasta diciembre. ¿Es pediros mucho?
Habría colocado en aquel momento una túnica blanca a Thomas para que escribiera un libro de motivación y autoayuda como los que sacaba de la biblioteca a escondidas. Mi compañero tenía capacidad de persuasión. Aunque a mí no me convencería jamás de actuar en ese festival.
Ignacio y Julen se miraron un momento. El segundo parecía mucho más convencido que el primero.
—Tío, Nacho. ¿Tienes algo mejor que hacer? —le preguntó—. Si no apruebas antes de Navidad, despídete de poder salir los fines de semana, quedar con chicas, tener regalos de Reyes o ir a tu pueblo. Estarás castigado y amargado. Ya sabes cómo es tu padre. No puedes volver a repetir. Te sacará del colegio, te mandará a un internado religioso o te pondrá a trabajar en el peor puesto que conozca.
Ignacio tenía la cara medio descompuesta, pues esas imágenes tan nítidas parecían atravesar su mente como una película.
Estaba entre la espada y la pared. Ninguno de los dos planes parecía convencerle. Ni actuar y tener posibilidades de aprobar, ni repetir y caer en los desdichados planes de su padre.
—¡Joder! ¡No lo sé! —se mordió una de sus uñas, las cuales tenía bastante cortas por aquella nerviosa manía.
—Puedes decidirlo de aquí a que lleguemos a mi casa —propuso Thomas.
—¡Gracias, Thomas! —le interpeló Ignacio de forma irónica—. Es todo el tiempo que necesito para decidir si hago el ridículo y acabo con mi reputación en un festival de Navidad.
Nadie añadió nada más. Cruzamos en completo silencio los pasos de peatones que rodeaban la rotonda gigantesca en la que desembocaba el Boulevard.
Como las ratas que seguían al flautista de Hamelín, caminamos durante quince largos minutos hasta el pequeño chalet adosado en donde vivía Thomas, en la zona noreste de la ciudad, con aquellas urbanizaciones y edificios bastante nuevos, alejados de la zona centro de la ciudad o del área industrial en la que vivía yo, al otro lado de las vías del tren.
Al llegar frente a la fachada de su casa, nuestro rubio amigo señaló al tejado de pizarra a dos aguas y con ventanas.
—En esa buhardilla es en donde ensayaremos —declaró con ojos ilusionados y soñadores.
Ninguno había aceptado todavía aquel descabellado plan. Julen era el único que parecía motivado a enrolarse en aquel disparate que Thomas había proyectado en sus fantasías. ¿Cómo íbamos a montar una banda tres niños de trece años y dos repetidores de catorce que apenas tenían idea de música?
Acompaña a David en su viaje de hacia la amistad, la autoestima y el autodescubrimiento:
